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El 4 de septiembre es el Día del Inmigrante en Argentina
El 4 de septiembre es una fecha importante para nuestra comunidad, ya que se recuerda la llegada de pueblos inmigrantes, como el nuestro, a este país, que los recibió y les dio la soñada posibilidad de un futuro mejor.
El 4 de septiembre de 1949 se celebró por primera vez en Argentina el Día del Inmigrante. La fecha fue elegida en conmemoración a la disposición dictada por el Primer Triunvirato, en 1812, que tenía la intención de fomentar la inmigración y ofrecer protección a los individuos de todas las naciones y a sus familias que quisieran fijar su domicilio en el territorio nacional.
Lo que hoy es la República Argentina fue uno de los países que más inmigrantes recibió entre 1880 y 1930. Si bien la cantidad de inmigrantes (provenientes en su mayoría de Europa) fue menor a los que desembarcaron en Estados Unidos, Argentina tuvo la mayor proporción de extranjeros en relación con el total de su población. De acuerdo a los datos del censo de 1914, una tercera parte de los habitantes del país estaba compuesta por inmigrantes.
Incluso en los últimos años, Argentina es el país de América del Sur que mayor cantidad de migrantes recibió. Para el 2017, la población extranjera representaba el 4,7%, porcentaje que equivale a casi dos millones de personas.
La cifra tiene sus antecedentes en la Constitución. Desde 1853, Argentina ha interpelado a “todos los habitantes del mundo que quieran habitar el suelo argentino, otorgando igualdad de derechos y obligaciones a nativos y extranjeros”.
En homenaje al esfuerzo realizado por nuestros antepasados, en busca de un mejor futuro, compartimos hoy con ustedes este relato de una joven pareja persiguiendo el sueño de una tierra paz, que fue inmortalizado por Mario Gassman en su libro Historias para no olvidar:
Por un vestido de novia
Cae la tarde lentamente detrás de las sierras. La sombra de la noche va invadiendo el paisaje y aparecen las primeras estrellas en el cielo.
Un hombre rubio, de unos cincuenta años, detiene la marcha de su carreta junto al camino. Sus bueyes necesitan un reparador descanso después de una agotadora jornada. Es Juan Shtok, que ha heredado de su padre, un viejo alemán radicado de niño en Brasil, el oficio de carretero.
Dos veces al año se llega hasta la gran ciudad de Porto Alegre con su carreta tirada por cuatro bueyes. Compra en el mercado toda clase de productos y transforma la carreta en una tienda ambulante: bolsas de azúcar, arroz, café, té, dulces…junto a telas, ropa, hilados, agujas, medicinas…Una vez hecho el negocio se marcha hacia el interior, hasta la misma frontera argentina, vendiendo la mercadería en el camino.
Los campesinos lo conocen, saben de su honradez y esperan su paso. El largo camino de retorno dura más de tres meses.
Esta vez no viaja solo. Una pareja de recién casados lo acompaña. Son Miguel Seib y Catalina Begler. Han venido del Volga, en ese año 1888, para radicarse en Brasil junto a un contingente de alemanes. Esperaban encontrarse con sus parientes que habían salido antes desde Rusia. Apenas llegados, supieron del abandono de Brasil y que se habían radicado en Entre Ríos Argentina. No esperaron y desatendiendo los consejos de sus compatriotas, se marcharon. Don Juan, conociendo su historia, se ofreció a conducirlos hasta la frontera. Después quedarían merced a sus esfuerzos.
Al paso lento de los animales, la curiosidad de los jóvenes aldeanos se detenía en contemplar el paisaje de selvas y campos ondulados, montañas cubiertas de una densa vegetación, anchos ríos de fuerte color marrón.
Los días transcurrían lentamente.
La nostalgia llevaba a Catalina a extrañar el lejano Volga. Su mirada se entristecía y las lágrimas caían de sus mejillas recordando aquella última despedida, con sus padres, cuando el carro se fue alejando de la calle principal de la aldea natal. En ese momento abrazaba en silencio su pequeño equipaje de nostalgias que contenía, entre otras pocas, un regalo muy apreciado por una mujer. Miguel, más distendido, colaboraba con don Juan subiendo y bajando mercadería.
Cada parada en la noche era una buena oportunidad para alimentarse, pues sus estómagos siempre estaban hambrientos.
Así fueron pasando los días y los meses hasta que, por fin, llegaron al majestuoso río Uruguay. Allí se despidieron y un barquero los cruzó a la otra orilla.
Ahora quedaban a merced de su propio destino, solos y en un suelo nunca soñado desde las lejanas estepas.
Muy de mañana iniciaron la marcha. Unas pocas alforjas llevaban para el camino. Dejaron el pueblo y se internaron en el campo correntino siempre hacia el sur. El sol implacable caía sobre estos jóvenes inmigrantes. Un árbol junto al camino les daba un nuevo aliento pero la llegada de los tábanos y los mosquitos hacía imposible permanecer quietos, debiendo reanudar la cada vez más pesada marcha, sin quejarse.
A la tardecita se detuvieron a la sombra de un gigantesco ombú. Sus rostros, marcados por el agotamiento, eran un vivo reflejo del polvo del camino, amasados por la misma transpiración. Miguel comenzó a sentir remordimientos viendo a su joven esposa tan demacrada. Comprendió que había que buscar otra forma de viajar. Caminar bajo los rayos ardientes era temerario. La noche, sin luna, constituía un peligro. Volver atrás, imposible.
Tenían hambre y sed.
Muy entrada la noche observaron un rancho; hacia allí se encaminaron, encomendándose a Dios. Un gaucho, comprendiendo su condición de gringos, con señales amigables los hizo pasar. A la luz de un candil gozaron de una rica sopa de gallina. La buena señora les hizo un lugar en la pequeña habitación y, sin más trámite, se dieron a un reparador descanso. Una breve oración de agradecimiento a Jesús, por la generosa hospitalidad de esta familia, cerró la primera noche de estos jóvenes alemanes en suelo argentino.
El canto de los pájaros despertó a Miguel. Catalina permaneció dormida.
El criollo lo esperó sentado en el patio. Miguel aceptó unos amargos. Desacostumbrado, al agua tan caliente, en su garganta quedó el ardor por un largo tiempo.
Era una mañana fresca y hermosa. Un cardenal amarillo encaramado en un jacarandá florido, cantaba con estridencia. Miguel, observando distraídamente, detuvo su vista en un hermoso caballo criollo, entre muchos de reluciente pelaje tobiano y…quedó prendado del animal.
Cuando el sol comenzó a elevarse sobre el paisaje, unas duras galletas y una buena taza de mate cocido, animó a los viajeros a continuar su camino. Con gestos amigables agradecieron la hospitalidad de la familia y emprendieron el camino.
A los quinientos metros Miguel se detuvo. Expuso a Catalina su preocupación:
¡Necesitamos de un caballo para seguir!
Catalina, en silencio, recordó lo que llevaba entre su equipaje y decididamente volvió sobre sus pasos. Miguel la siguió sin comprender.
Los lugareños, que aún permanecían junto al camino, los vieron regresar. Sorpresa y silencio eran una misma cosa.
Catalina, cuando estuvo frente a ellos, abrió lentamente unos de los pequeños bultos y apareció ante la vista de todos con un hermoso vestido de novia que su madre bordó para ella y que ofreció a cambio de un caballo.
La dueña de casa no tardó mucho en convencer a su marido del intercambio y Miguel, sin vueltas se acomodó sobre la montura del caballo tobiano; ayudó a montar a su joven señora y pronto dos siluetas se recortaban en un paisaje de esteros.
Una semana después aparecieron en tierras de sus asombrados parientes. Felices a pesar del agotamiento. El rencuentro con sus familiares les hizo olvidar tantos sufrimientos y, en la memoria de Catalina quedó para siempre grabado su “vestido de novia” …
(…) En Valle María se cuenta que Catalina y Miguel llegaron a la aldea en busca de la familia Kranewitter. La casa como todas las de su época, carecía de puerta exterior. Había que entrar por un costado. Cuentan que Miguel se arrimó al tapial para ver el interior del patio y los Kranewitter se sorprendieron de su presencia, pues se conocían de la aldea Obermontschou. Cuando descendieron a Catalina del caballo se sorprendieron verla embarazada y sus ropas totalmente desgarradas por el sol y las lluvias en ese largo peregrinaje. “Su llegada semejaba a José y María, embarazada, entrando pobremente a Belén”. Esta historia no la debemos olvidar.